martes, 30 de diciembre de 2008

El Gotero - Enrique Cerdán Tato

EL GOTERO
ENRIQUE CERDÁN TATO



Se le iba floreciendo la sangre de ácido oleaginoso y bajo la lengua guardaba adn el trepidante sabor de un Tschaikowsky, encapsulado en las arterias. Que carne la suya tan sobada de agujas. Ahora tenía en el pecho seis dalias en vuelo: las huellas de las seis ventosas con las que una máquina de la suerte le había descubierto, en el corazón, toda una arqueología de amores escolares, tiernos y olvidados.

El enfermo sonrió, cuando los sanitarios, con un gesto típico, levantaron en la percha más airosa aquella bolsa de plástico, que había de endulzarle, gota a gota, la vida arrebatada.

El enfermo sabría que, en ese mismo punto, se iniciaba el juicio de Dios: era como si al paladín, su dama le enlazara el pañuelo de violetas, en el extremo de la lanza.

Y era también la estrella de Oriente: tras la bolsa de plástico y para llenársela de incienso, mirra y solinitrina, acudirían los magos de la reparación y el vademécum y las vestales de la enfermería. Más tarde, un excelente piloto de fórmula uno, discretamente enmascarado de celador, lo condujo hasta las oscuras galerías donde le radiografiaron la nicotina, el alquitrán y alguna otra cosa de las que pone la condición humana. Por último y a la espera de la analítica, lo depositaron en un boa, sin litografías bíblicas ni láminas de laboratorios farmacéuticos. En aquel espacio refrigerado y ascético, el enfermo tuvo un piadoso recuerdo para sus compañeros de infortunio que habían colocado, y no precisamente por devoción, algunas de sus visceras y toda su paciencia en la barbacoa del Hospital General.

El enfermo recordaba que, cuando ingresó en el Clínico, el día se achicharraba en la puerta de las urgencias. Pero no tuvo que sufrir aquella intemperancia. Todo fue bien, en tanto permaneció en su habitáculo. Luego, le avisaron de que sus enzimas estaban perfectamente y lo trasladaron a la planta de cardiología. Y allí, sí, allí, cuantas recomendaciones le habían administrado, con el tranxilium, se evaporaron. Ni tranquilidad, ni silencio, ni sueño. Junto a él, un paciente en estado delicado, burbujeaba en un oxígeno ruidoso y vital, en tanto un trajín de carreras, empezaba a alterarle los pulsos. A las tres de la madrugada mantuvo un diálogo socrático con un joven médico, y decidió que estaba de más en aquel establecimiento.

El joven médico le dijo al enfermo que era ácido. Con la misma amabilidad, el enfermo le replicó al joven médico que tan sólo expresaba la acidez que había recogido allí, en tan breve instancia.

Sobre las diez de la mañana y después de que le hubieran practicado otra analítica que confirmo la solidez de sus enzimas, y a pesar de las advertencias que se le hicieron para que permaneciera en aquel centro unos días más, el enfermo solicitó el alta voluntaria. Le pedían lo imposible y se lo dijo al médico. Le dijo que abandonaba aquel hospital en busca de su salud.

Cuando arriaban el gotero, casi marcialmente, el enfermo sonrió. Afuera estaba la vida, el sofoco del verano, el tráfico enloquecido y otras posibilidades clínicas. Y ya ven, el enfermo que hace quince años quería socializarlo todo, se marchó a un sanatorio privado. Lo atendieron, lo durmieron y cuando se despertó, empezó a escribirle una carta a Ximo Colomer. Que no se tiren por el retrete tantos sudores, le pide en un párrafo que he tenido ocasión de leer y que termina: socializar, lo que se dice socializar, sólo se ha socializado el conformismo y el silencio.



(*)Escr¡tor. Cronista Oficial de la ciudad de Alicante
y Premio de las Letras Valencianas.

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